Ara Pacis

El Ara Pacis Augustae o “Altar de la Paz de Augusto” es una pieza arquitectónica de los primeros años del Imperio Romano. Fue construido como parte de la religión cívica de la antigua Roma. El altar fue encargado por el Senado romano en 13 BCE, consagrado en 9 BCE.
En señal de agradecimiento por sus exitosas campañas por Hispania y la Galia, en el año 13 a.C., el Senado decidió construir este altar de la diosa Paz junto al Campo de Marte, lugar conocido por tal nombre porque allí se había erigido antiguamente un templo al dios de la guerra. Esta circunstancia no deja de tener cierto carácter simbólico, pues la guerra y la paz constituyen las dos caras del propio Augusto. Primero se erigió un altar provisional el mismo año 13 a. C., y en el año 9 a.C. se terminó de construir el altar de mármol de estilo helenizante que podemos admirar hoy día reconstruido junto al Tíber.


Años más tarde, poco antes de su muerte, el 19 de agosto del año 14 de nuestra era, Octavio Augusto entregó a las vírgenes vestales cuatro importantes documentos, entre ellos una relación de sus propios logros históricos que conocemos como las Res gestae Divi Augusti. Tras la muerte del emperador, cumpliendo con sus deseos, este testamento político fue grabado en grandes planchas de bronce junto a su Mausoleo. Aunque tales planchas desaparecieron, fue gracias a una copia conservada en Ancira (actual Ankara, Turquía) como en el siglo XX pudo exponerse de nuevo el texto públicamente, esta vez inciso en piedra, frente al mismo Mausoleo de Augusto. Hoy día la gigantesca inscripción aparece adosada a un nuevo y moderno edificio que desde 2006 alberga y protege el Ara Pacis Augustae, o el Altar de la Paz Augusta.

Lo más curioso es que Augusto nos cuenta en la propia inscripción por qué se erigió este altar:

“Tras regresar a Roma, procedente de mis exitosas campañas
en Hispania y la Galia, durante el consulado de Tito Nerón
y de Publio Quintilio, el senado decidió la consagración de
un Altar de la Paz Augusta junto al Campo de Marte con motivo
de mi regreso, y ordenó que allí los sacerdotes y las vírgenes
vestales celebraran un sacrificio anual.”
(Res gestae Divi Augusti, 12)

El Ara Pacis fue completamente excavada y trasladada desde su emplazamiento original, en el Campo de Marte, hasta la ribera del Tíber, para colocarla frente al propio Mausoleo del emperador. Aunque se trata de una construcción en mármol, representa idealmente lo que se conoce como un templo menor o provisional. Tales templos estaban delimitados mediante una empalizada de madera que aquí aparece representada en la decoración interior de los muros que encierran el altar. Por lo que sabemos, el Altar de la Paz estaba cerca de un obelisco que hacía las veces de reloj solar y llegaba a tocar con su sombra el propio templo el día del cumpleaños del emperador.

El Senado, además, decidió que el apelativo por el que mejor se conoce al emperador, “Augusto”, se añadiera al propio nombre de la diosa Paz. El nombre de “Augusto” proviene del verbo latino augeo (“crecer”) y adquiere el sentido religioso de lo que es venerable. Diosas tan relevantes como la propia Juno o Providencia recibían este mismo apelativo. De esta forma, la Paz se volvía ahora “Augusta” y el propio Octavio aparecía considerado, junto a ella, como un nuevo dios enviado para pacificar a los pueblos. Esa pacificación, no lo olvidemos, marcaba una nueva edad de prosperidad para Roma, coincidiendo con el principado de Augusto. Daba así comienzo una nueva etapa de la Historia. He aquí el mensaje clave que nos proporciona este monumento dentro de sus muchas y posibles interpretaciones.


Pero no sólo desde el punto de vista histórico, sino también artístico, el Ara Pacis es una de las construcciones más representativas de la llamada Edad de Oro augustea. Se trata de un monumento y de bellas proporciones, casi cuadrangular (11 por 10 metros) erigido sobre un pedestal y al que se accede por medio de una escalinata. Está compuesto por cuatro muros exteriores que delimitan el terreno sagrado destinado al altar propiamente dicho. A diferencia de otros monumentos, lo más interesante se encuentra en los relieves de estos muros exteriores. Se trata de dos puertas de entrada y dos lienzos laterales que representan todo un complejo ideario iconográfico de la antigua y la nueva Roma. Tales relieves pueden considerarse como verdaderos poemas en mármol, con claros correlatos en la literatura de la época, sobre todo las obras del historiador Tito Livio y poetas como Virgilio y Horacio.

El Ara Pacis: un poema esculpido en mármol

Fiel al famoso dicho de Augusto de haber recibido una ciudad de barro y haberla reconstruido en mármol, el Ara Pacis es una magnífica muestra de lo que se puede hacer con este noble material, que en tiempos del emperador no lucía blanco como ahora, sino policromado. Pero no sólo el mármol aspira aquí a perdurar en el tiempo, también lo hace el mensaje que transmiten sus bellos relieves exteriores. Al ser reinstalado en su nueva ubicación junto al Tíber, el altar cambió su orientación original este/oeste por la de norte/sur. En su antiguo emplazamiento dentro del Campo de Marte, en la vía Flaminia, que era por donde el emperador había llegado a Roma tras sus campañas de Hispania y la Galia, el Ara Pacis nos mostraba dos hermosos relieves en mármol a cada lado de su puerta delantera y escalonada. A la derecha figuraba Eneas, vestido tan sólo con una toga, a la manera antigua, mientras hacía una ofrenda a los dioses Penates. A la izquierda, podía verse una representación de la cueva del Lupercal, donde un pastor descubrió a la mítica loba (“Lupercal” proviene de lupa “loba”) amamantando a los gemelos Rómulo y Remo. Mientras la fachada principal del templo nos ofrece estas dos escenas fundacionales, cuyos míticos Eneas y Rómulo representan los valores romanos de la virtus y la pietas, la parte trasera nos muestra, en el lado correspondiente al relieve de Eneas, a la Diosa de la tierra (Tellus) rodeada de fertilidad y prosperidad y, a su derecha, al otro lado de la puerta, una nueva figura que probablemente representaba la personificación de Roma. La fachada delantera nos hablaría de un tiempo legendario, mientras la parte trasera estaría dedicada a la refundación de Roma gracias a una nueva edad bajo el principado de Augusto.
Por su parte, los muros laterales están dedicados a un tiempo mucho más concreto, precisamente el día de la consagración del templo, cuando tan sólo era una construcción provisional. En ellos aparece representada una procesión conformada por los sacerdotes y la propia familia imperial, inspirada en la procesión de las Panateneas esculpida en el Partenón de Atenas.

Eneas y la cueva del Lupercal

Como ya hemos dicho, la entrada al templo nos ofrece a cada lado de la puerta dos momentos fundacionales de la historia legendaria de Roma. A la derecha, aparece el que probablemente sea Eneas mientras realiza en un rústico altar un sacrificio a los dioses Penates, es decir, las primitivas divinidades domésticas, aunque con el tiempo adquirieron carácter público. Conviene recordar, sin embargo, que Augusto devolvió el culto de los Penates públicos a la esfera privada, y hasta les consagró una capilla con altar dentro del propio Palatino. Llama la atención cómo en un segundo plano y a lo lejos aparece representado un templo con los Penates, dejando claro el carácter religioso de la escena. Eneas encarna la pietas erga deos, o “la piedad debida a los dioses”, como uno de los fundamentos de la religión romana. El héroe troyano aparece vestido de manera arcaica, con una toga que lo recubre directamente, sin túnica, mientras los dos jóvenes que le ayudan a celebrar el sacrificio, los Camilli, están vestidos a la manera de la época de Augusto. Lejos de ser esto un anacronismo, puede estar representando la proyección que el propio sacrificio fundacional de Eneas tuvo para el futuro de Roma. De esta forma, cabría pensar en un diálogo entre un tiempo pasado (Eneas) y su futuro (los jóvenes romanos). Este juego de lo que podemos entender como el “futuro en el pasado” es algo muy grato para la propia cultura romana, como cuando en el libro VI de la Eneida, durante el descenso de Eneas a los infiernos, su padre Anquises, ya fallecido, le cuenta lo que llegará a ser Roma. En cierto momento de su relato profético, Anquises se refiere, desde un remoto pasado y en los propios infiernos, al futuro emperador de Roma:

“Vuelve hacia aquí tus ojos, mira este pueblo
y a tus romanos. Aquí, César y toda de Julo
la progenie que ha de llegar bajo el gran eje del cielo.
Éste es, éste es el hombre que a menudo escuchas
[te ha sido prometido,
Augusto César, hijo del divo, que fundará los siglos
de oro de nuevo en el Lacio por los campos que un día
Gobernara Saturno, y hasta los garamantes y los indos
llevará su imperio; […]”
(Virg. En. 6, 789-795 trad. de R. Fontán Barreiro)

Obviamente, el papel protagónico de Eneas en la iconografía del altar tiene como fin la apropiación de la propia leyenda troyana por parte de la familia imperial, donde Augusto sería un nuevo Eneas. No en vano, si se contempla el templo desde la esquina delantera derecha, vemos a un lado a Eneas y, al otro, en el relieve lateral, al mismo Augusto, ambos con la cabeza velada y en clara relación de continuidad.

Al otro lado de la puerta nos encontramos con uno de los mitos fundacionales de Roma, como es el hallazgo en la cueva del Lupercal, donde la loba amamantó a Rómulo y Remo. En ese relieve aparece Marte mientras observa la escena, precisamente cuando el pastor Fáustulo acababa de encontrar a la loba. Tito Livio describe este momento en que los dos gemelos, hijos de una vestal y supuestamente del dios Marte, salvados de una muerte cierta, encuentran el cobijo y el alimento de esta madre tan especial:

“La tradición sostiene que, cuando el agua, al ser de poco
nivel, depositó en seco la canastilla a la deriva en que
habían sido colocados los niños, una loba, que había salido
de los montes circundantes para calmar la sed, volvió sus
pasos hacia los vagidos infantiles, que se abajó y ofreció
sus mamas a los niños, amansada hasta tal punto la encontró
lamiéndolos el mayoral del ganado del rey –dicen que se
llamaba Fáustulo-, y que él mismo los llevó a los establos
y los encomendó a su mujer, Larentia para que los criase.
Hay quienes opinan que Larentia, al prostituir su cuerpo,
fue llamada «loba» por los pastores y que esto dio pie a
la leyenda maravillosa.”
(Liv. I, 6-8 trad. de J.A. Villar Vidal)

Como podemos ver, Livio intentó racionalizar la leyenda mediante el doble sentido que la palabra “loba” (el animal y la prostituta) tiene en latín, pero esto no resta un ápice de valor a la bella historia. Los niños gemelos, como símbolo de regeneración, vuelven a aparecer, intencionadamente, en el relieve que está justo en el lado opuesto de la parte trasera del altar, el dedicado a la diosa Tellus.

Tellus: la madre tierra

En la parte trasera del templo tenemos a Italia, o la Madre Tierra (Tellus) en lo que es el relieve mejor conservado del conjunto. Tellus aparece rodeada de fertilidad, tanto en lo que respecta a los frutos de la tierra como a los dos niños, quizá Rómulo y Remo, o incluso los propios herederos de Augusto: Gayo y Lucio. Los niños aparecen a ambos lados, uno de ellos en actitud de mamar. “Mamar” en latín se dice felare, y de esta misma palabra deriva el término felicitas (“felicidad”) que no es otra cosa que lo que “crece” y, por tanto, es próspero. Otro término, el que se refiere al campo “abonado” (laetus) da lugar a un nuevo término para expresar la felicidad: laetitia, pues tanto el animal que mama como el campo abonado crecen y se vuelven prósperos.

Por lo tanto, la felicidad está unida en la cultura romana a la idea concreta del crecimiento animal y vegetal. Al mismo tiempo, si partimos, como propone el profesor Gómez Pallarés, de la idea de que los poetas latinos de la época debieron inspirarse en el imaginario visual que los rodeaba, los atributos que rodean a Tellus están indicando el nacimiento de una nueva Edad Dorada para la tierra, precisamente la que Virgilio nos describe en su cuarta égloga:

“Mas para ti, como ofrendas primeras, sin ser cultivada,
niño, la tierra dará ágiles yedras doquiera con nardos,
y colocasias mezcladas con flor del acanto risueño.
Solas las cabras vendrán al aprisco con ubres de leche
llenas, y no temerán al ingente león los rebaños.
Sola tu cuna, además, hará brotar lindas flores.
Sucumbirá la serpiente, y la hierba falaz del veneno
sucumbirá y nacerá en todas partes amomo de Asiria.”
(Virg. Buc. IV, 18-25 trad. de V. Cristóbal López)

Es curioso ver cómo la “colocasia” que nombra Virgilio ahora puede verse esculpida en el relieve inferior del altar. Este relieve no sólo cumple funciones decorativas, pues está destinado a reforzar la idea de felicidad entendida como fertilidad y prosperidad. También Horacio se hizo eco de este universo visual en su Carmen saeculare (29 ss.), por lo que podemos ver que estamos ante un imaginario compartido. Al otro lado de la puerta se encontraba la diosa Roma, sentada sobre las armas, entre el Genius del senado y el pueblo de Roma. Lamentablemente, su estado es muy fragmentario. En cualquier caso, esta diosa mantendría una simbólica posición simétrica con la Madre Tierra.

Los niños en el Ara Pacis

Desde los gemelos Rómulo y Remo hasta los miembros más jóvenes de la familia imperial, los niños ocupan lugares muy significativos del Ara Pacis. Son dos los jóvenes que aparecen como Camilli frente a Eneas en el relieve donde éste hace su ofrenda. Asimismo, pueden verse otros dos niños junto al regazo de Tellus (no podemos saber si también habría niños en el relieve de Roma) y no faltan los niños, acaso como cierto contrapunto a la solemnidad del acto, en la propia procesión que jalona los laterales del altar: el malogrado Gayo César, hijo de Agripa, Germánico, sobrino de Augusto, o Domicia, que llegará a ser madre de Mesalina. Los niños simbolizan el futuro y, por ello, resultan elementos clave de la Nova Aetas de Augusto. No olvidemos que este plan iconográfico se corresponde perfectamente con el niño más famoso de toda la literatura latina, aquel al que canta Virgilio a final de su égloga IV:

“Niño pequeño, comienza a reír conociendo a tu madre
(ella aguantó largos tedios los meses que dentro te tuvo).
Niño pequeño, comienza: al que no ha sonreído a sus padres,
ni un dios lo admite a su mesa, ni diosa alguna en su lecho.”
(Verg. Ecl. IV, 60-63 trad. de Vicente Cristóbal)

No en vano, algunos de los niños esculpidos en el Ara Pacis no dejan de sonreír a sus mayores.

El Ara Pacis es, en resumidas cuentas, un bello poema en mármol, un monumento comparable al mayor poema jamás escrito en latín: la Eneida de Virgilio.

Autor: Franciso García Jurado. Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación “Historiografía de la literatura grecolatina en España” y es investigador principal del Diccionario Hispánico de la Tradición Clásica.

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